El camino recorrido durante los domingos
del 2005 al 2006,
estuvo determinado por colectivo 85, cartel G,
que me llevaba desde Caballito hasta Avellaneda.
No sabía cómo mover la lengua,
cuando estaba frente a él.
Mi cuerpo se tensaba, pero igual iba
porque tuvo un accidente cerebrovascular.
Habían pasado diez o quince años
sin encontrarnos como hacen las familias.
Tuve enojo, pereza, miedo, orgullo
Me asombró descubrir que me esperaba cada domingo.
En la merienda solo tomábamos mate cocido,
le limaba las uñas y le encremaba las manos.
Estábamos tristes, recorríamos la impotencia.
Los silencios larguísimos se hicieron aliados nuestros.
Un día sin controlar mi esfínter bucal
le pregunté, ¿me querés?
Claro que sí, ¿y vos a mí?
El corazón se me abrió, comprendí toda mi vida.
Me avisaron por teléfono: tu papá se murió,
y volví a enmudecer por muchas horas.
Un velorio es un lugar donde las mezquindades desfilan
por suerte existen esos amigos que brillan y te abrazan.
Me puse mi mejor ropa para despedirlo,
y le di un beso en la frente cuando no hubo gente.
Una amiga me dijo: te re-pareces a tu viejo,
en el corte de la cara, en los pómulos, en las órbitas de los ojos.
Asumí mi rol de hija mayor, fui la anfitriona de la noche
y le contaba chistes morbosos a Fernanda.
Estuvo mi hermano, vinieron los compañeros de trabajo,
fue la última vez que vi a mi ahijada.
Lo despedimos como un rey.
Mi hermana nunca quiso verlo en el cajón.
Cuando llegó otro domingo, enfermé una semana
me tapé con la sábana y lloré sin parar
hasta la depresión.
Nancy Miranda
Cuando escribo, me viralizo como una trapecista de sueños/ una políglota del amor/ una maga de lo invisible/ también como una entrenadora de la escucha/ una poeta con un paraguas amarillo, a la que en los días de lluvia las palabras le salen por los dedos.